La división entre ciudadanos y bárbaros aún opera en las estructuras mentales de algunos individuos así como en los discursos de algunas instituciones y gobiernos. Entre otras cosas porque es eficaz a la hora de elaborar políticas y justificar atrocidades. El ser humano cultural, racional, occidental no es capaz, según dicho discurso, de la monstruosidad (algo que por ejemplo Foucault pone en tela de juicio y ejemplos no le faltan: el caso de la mujer de Lagestat, completamente sana y que se comió a su hija porque tenía hambre, el propio holocausto judío perpetrado por los nazis a priori nada enfermos), sus hechos son susceptibles de ser juzgados, de ser evaluados y condenados dentro de un organigrama racional. Como contrapartida, el discurso oficial propone a otro grupo de seres, llamémosles “humanoides” en tanto que comparten nuestras características físicas que están allende la ley. Contra ellos no cabe jurisdicción alguna, los gobiernos efectúan su derecho natural hobbesiano a la guerra, pues como dijera el ilustre Hobbes: entre Estados la ley que impera es la del más fuerte. Es la consecuencia de entender la barbarie como trascendente a la cultura, hecho que acaba dejando a la atrocidad interna sin explicación y legalizando las acciones brutales contra aquellos que presumiblemente ostentan la etiqueta de bárbaros del siglo XXI
Es quizá por eso, por ese doble rasero con el que se miden las acciones y las ideas, por esa pretendida ausencia de brutalidad que se atribuyen a aquellos paladines de la razón en contra de los que supuestamente confabulan contra occidente en un sin fin de cuevas, por lo que algunos religiosos acaban copando el sospechoso top de creadores del terrorismo yihadista y otros sencillamente bautizan a princesas herederas con el boato que un acontecimiento de tal magnitud requiere. Sí, porque lo que se le escapaba a Aristóteles y que Foucault subrayaba, es que la brutalidad lejos de ser un límite, es más un arma para la hegemonía de algunas categorías; y que las ideas, lejos de diferenciarse según el contexto y la voz que las profieren están llenas de similitudes si generan el mismo contenido.
Es por eso por lo que quiero resaltar, el ideario que propone día sí, día también, un peligroso funcionario de una red no menos peligrosa llamado Antonio María Rouco Varela. El 18 de Noviembre de este 2007 ante el IX Congreso Católicos y Vida Pública dejó unas cuantas perlas en su conferencia: “Exigencia y compromiso del católico en la vida pública”. Rouco defendió: “un espacio público en el que la fe pueda ser mostrable con libertad y en libertad”, añadiendo: “El católico no debe limitarse a ser un fiel cristiano, sino alguien que vive su vocación secularmente, es decir, en el mundo” ¡¡¡Cuidado!!! señor Rouco con lo que se dice, y alerta porque ya San Agustín le ha sacado tarjeta roja. Con esta propuesta se aleja usted de la visión ascética del cristianismo, de ese primer mensaje de Cristo, y se acerca paradójicamente a las posturas adoptadas por el reformismo musulmán del siglo XIX. Los Al Afgani, Mohamed Abduh y Rashid Rida compartirían su visión de la religiosidad social. Su propuesta es que el cristianismo y los cristianos irrumpan en la vida social desde la fe, que ocupen el sitio que histórica y legítimamente les pertenece, olvidando que la sociedad no se compone de laicos y cristianos, como establecieran los Inocencios que en la historia fueron, sino de ciudadanos. Su apelación a que la cristianitas devore con su dinamismo público los desastres que acarrean a España el laicismo, y una sociedad “sin Dios”, no son más que consignas que abogan indirectamente hacia un Estado confesional: Al Banna (fundador de los Hermanos Musulmanes) no podía haberlo dicho mejor!!!!
Según Rouco el gobierno le ha dado la espalda “a la ley natural”; una ley natural que según la Conferencia Episcopal se rige por la revelación que algunos privilegiados obtuvieron y que posee una fuerza punitiva superior a la política. De nuevo peligro señor Rouco, facciones como Al- Yihad en Egipto exigen exactamente lo mismo que usted. Su afirmación de una “ciudadanía cristiana” militante no se aleja en mucho de la propuesta de Hassan Al Banna cuando se crearon los Hermanos Musulmanes. De hecho ese era el principio rector del reformismo, una revolución educativa desde la base que acabara generando una sociedad comprometida con Dios y con el mensaje del Islam, sin que por ello se exigiera un Estado islámico (eso sería algo que vendría después fruto de la represión de los gobiernos nacionalistas y del daño cultural e identitario que provocó el colonialismo): “La vida pública no se ciñe a la vida política, implica a toda la sociedad”, palabras de Rouco que bien podrían ir firmadas con la pluma de Sayyid Qutb.
Según Rouco las dificultades que tienen los católicos para desarrollarse en España son el laicismo radical y el relativismo que niega la existencia de una verdad moral. Moral que Alfredo Dagnino presidente de la ACdP considera, en un alarde de ignorancia supina, vital para la democracia. Precisamente esa, es la misma enfermedad que los reformistas veían en el Islam y en los movimientos nacionalistas, así como en los gobiernos que padecían. ¿Por qué entonces Al Afgani, Mohamed Abduh, Rashid Rida, Al Nursi, Ibn Badis, Al Banna o Sayyid Qutb son etiquetados como los padres teóricos del actual terrorismo yihadista (mal llamado islamista) y el señor Rouco Varela, goza de la impunidad que este extraño país concede a los funcionarios de Dios? ¿Por qué se da la señal de alarma con semejante discurso islamista cuando dentro de nuestras fronteras se proponen mensajes similares o incluso más radicales desde la Conferencia Episcopal?
Ambos discursos proponen la socialización del fenómeno religioso, una relevancia mayor para los dogmas, una resurrección de Dios para la vida pública que algunos como Dante, Ockham, Juan de Paris o Marsilio de Padua ya habían, merced a su inteligencia desterrado para siempre del mapa político; ambos discursos atentan claramente contra la democracia entendida como el ámbito de la discusión pública y la tolerancia desde la igualdad (no como algunos confunden desde el respeto y la integración de los distintos estratos sociales y religiosos al amparo de un dogma institucional). Los discursos de los reformistas musulmanes, incluido el de Qutb que se radicalizó tras su experiencia en la cárcel, no incitaban a la violencia, aunque contengan en germen ideas susceptibles de ser malinterpretadas (como en su día lo fueron las del malogrado Nietzsche) y capaces por ende de movilizar a los adeptos de la fe a derrocar gobiernos ilegítimos. Tampoco está la violencia incluida en el discurso del señor Rouco a pesar de ser milimétricamente similar al de los anteriores. La única diferencia estriba en que Rouco y compañía no han tenido un Nasser que los torture y los persiga, ni colonialismo que los subyugue, y no han comprobado como esa causa externa modula el discurso hasta legitimar para algunos radicales, actos de una violencia extrema, ya sea contra los propios gobiernos (“que atentan contra la ley natural y olvidan al Dios verdadero” Rouco) como por ejemplo el asesinato de Saddat, como contra objetivos externos como los casos paradigmáticos de Nueva York o Madrid. Es por eso por lo único por lo que Rouco sigue teniendo legitimidad intelectual y Qutb es desterrado al ostracismo de las ideas. Los tipos del turbante siguen siendo para algunos, bárbaros de monstruosidad sin límites, portadores de ideas peligrosas. Desde occidente se sigue persiguiendo un cierto tipo de ideas por considerarlas causa primera de las acciones del principal enemigo al que en la actualidad se enfrenta, mientras se obvia de forma miserable aquellos discursos que sí atentan contra la democracia y que en un futuro podemos lamentar no haber escrutado bajo una óptica más objetiva.